Un relato sobre la inmigración de Josué Díaz Moreno
Se va 2024, año de un adiós que deja tras de sí un vacío glacial y una sucesión de días lentos, pesados y de hálito amargo. Fue también un año de aprendizajes y de conocer nuevas realidades. Anduve por Centroamérica y miré de cerca el fenómeno de la migración en el continente. Pero esta vez mis recorridos por Guatemala, El Salvador y Honduras no tuvieron el efecto reparador que acostumbran.
El drama de la movilidad humana forzada me penetró rusiente, horadando otra oscura cavidad en los límites de la maldad humana. Regresé más cansado y triste de lo que marché. Tres o cuatro toneladas más de ese terral ahíto que se incrusta en mis pulmones como una ácida condensación de las violencias e injusticias de nuestro tiempo que no narran los medios del Norte. Por ello, ya en casa, abracé con fuerza a las tres vitaminas que me reciben, siempre amorosas, mientras escanean con el rabillo del ojo la maleta, ansiosas de abrir los regalos y artesanías que viajaron desde el Sur. Tras el empacho de caricias y besos, Jimena empezó el interrogatorio de costumbre seguida de Víctor Hugo, dos velocidades atrás, que reproduzco a continuación:
—Papá: ¿cómo es Guatemala?, ¿viste a Melquiades?, ¿cómo está?, ¿qué historias te contó?
(Melquiades es un viejo amigo de la familia, atemporal y mágico, que nos ayuda a descodificar el mundo para entender los valores humanos y los principios éticos universales).
—Sí, nos encontramos por el Corredor Seco de Guatemala, un territorio que atraviesa Centroamérica por su centro, desde Chiapas hasta Panamá. Sus gentes pasan hambre y están muy pobres. Me habló de cosas muy tristes, una historia de Caminates.
¿Camina-qué?, pregunta Hugo mientras Jimena le responde, sin dejarle acabar, que son personas que caminan, a lo que ella misma añade nuevas preguntas: por qué caminan, para qué caminan, si caminan porque son pobres.
—Caminan porque quieren una vida mejor en otros países del Norte que están muy lejos del suyo. No caminan por gusto: huyen de la pobreza, de la violencia, de lugares donde hay gente mala haciendo cosas malas, de los daños que también sufre la naturaleza y les deja sin sus tradicionales medios de vida.
(Lo cierto es que encontré a Melquiades cansado, mucho. Estaba más viejo, muy triste, con un dolor de siglos. Me dijo que no recordaba ya cuántos días llevaba caminando, si esos días se contaban en meses o en años).
—No, Hugo, Melquiades no viajaba solo. Iba con otras familias que también caminaban con hijos de vuestra edad. Sí, bebés también. Y perros. No, gatos no ví la verdad. Algunos habían atravesado cuatro o cinco países hasta llegar a Guatemala: muchas fronteras y una selva muy peligrosa con animales salvajes, ríos oscuros y turbulentos. Claro Hugo, como la selva de Mowgli y la sabana de Simba, pero con más Sheres-Khan que Bagheeras, pocos Baloos, muchos Scars y muchas, muchas hienas, sobre todo muchas hienas, algunas tan malas que han aprendido a caminar a dos patas, usan armas y hablan con una voz muy fea.
(Esa selva es la jungla del Darién. Un tapón natural en la frontera entre Colombia y Panamá que se ha convertido en uno de los puntos ciegos de tránsito migratorio más peligroso del mundo. Es también la única interrupción de la carretera Panamericana, que atraviesa las Américas de Norte a Sur. Según datos de la Organización Internacional de las Migraciones, se calcula que en el año 2023 pasaron por allí medio millón de personas, cien mil de ellos eran niños y niñas).
Sigo narrándole a mis pequeños, sus ojos creciendo de asombro, lo que Melquiades me contó sobre esa selva: que allí se separaron muchas familias, que algunas no se volvieron a encontrar y aún se están buscando, que algunas huyeron de las hienas, que son quienes dominan los caminos de esa selva, y se arriesgaron a atravesarla por su cuenta y nunca más se supo de ellas, que Melquidades, en cambio, sí pidió ayuda a las hienas y les pagó para que lo cruzaran selva a través. Él siempre le ha tenido más miedo a los cocodrilos.
Pero las hienas les hicieron cosas muy malas, horribles: vio a madres separarse del resto del grupo, acompañadas de las hienas, y regresar con la cara muy seria, como asustadas por un castigo que no merecían, sin levantar los ojos del suelo. Vió también a hombres colgados de los árboles, estáticos, incompletos, como si hubieran estado jugando a los monos y se hubieran quedado suspendidos para siempre de las lianas.
—No sé qué les pasó, Jimena, Melquiades no quiso explicarme más cosas, sólo me dijo que no piensa volver a poner jamás un pie en una selva, y que la próxima vez que se encuentre con una hiena se tira antes a los cocodrilos.
Después de la selva siguieron caminando: andaron muchos kilómetros por el borde de las carreteras, siempre por la carretera. Luego llegaron a una ciudad donde hubo alguna gente buena que les ayudó. Les dieron agua, comida, una cama para dormir, se pudieron duchar y llamar a sus familias para decirles que seguían caminando, que seguían con vida. Sí, Jimena, Melquidades también llamó a su mamá, que estaba muy preocupada porque llevaba meses sin saber de él, y había visto en la la tele unos camiones con unos maleteros gigantes en los que había muchas familias que se habían quedado dormidas dentro y no despertaron ya más, y ella pensaba que Melquidades viajaba en uno de esos maleteros.
Hugo pregunta que como cuántas personas son los Caminantes, que si tantas como las que van a ver los partidos del Málaga o como las que van a ver al Almuñécar. Le digo que depende de los días, pero que son más como los aficionados en las gradas del Málaga, así de seguido, cada día.
(La población migrante en América se ha incrementado exponencialmente tras la pandemia. Según datos de la Agencia de Naciones Unidas para los Refugiados, 23 de los 120 millones de personas en situación de desplazamiento forzado que hay en el mundo se encuentran en América).
Les cuento cómo hacen las familias de Caminantes para seguir su viaje hacia el Norte cuando se quedan sin dinero, trabajando semanas o meses en alguna de las ciudades del camino hasta que consiguen ahorrar para retomar el viaje.
—No, Jimena, los niños no van al cole, bueno algunos se quedan donde las oenengés jugando, otros también trabajan limpiando zapatos por la calle, pidiendo limosna, haciendo malabares en los semáforos, vendiendo cosas que encuentran... Sí, sus padres trabajan pero en trabajos peores y feos que otros prefieren no hacer.
Pero papá, ¿y las hienas?, me interrumpe Hugo. ¿Qué pasa con las hienas?, le devuelvo la pregunta. ¿Qué si las hienas salieron también de la selva? No, Hugo, el problema aquí ya no son las hienas. Ahora los malos son los coyotes y cowboys. Los cowboys calzan deportivas, visten de chándal, tienen tatuajes por todo el cuerpo, pendientes muy brillantes, gorras, gafas oscuras de sol y se mueven en 4X4. Sí, también tienen pistolas.
—¿Y qué pasó con Melquiades? Dímelo ya, que me estoy poniendo de los nervios… —me exige Jimena, las uñas sufriendo su impaciencia.
—Pues pasó que Melquidades un día ya no pudo caminar más y enfermó. Se quedó un tiempo en una ciudad, medio descansando. Dormía en los parques, se bañaba en las fuentes y pedía dinero en la calle. Hizo algunos trabajos raros hasta que pudo ahorrar para pagar un pasaje de autobus en dirección al Norte.
Pero entonces, cuando tomó el autobús junto a otras familias de Caminantes, a las horas de estar en la ruta, les pasó algo terrible. Un coche de policía detuvo el bus y ordenó al conductor que se desviase. Salieron de la carretera y los escoltaron por caminos de tierra hacia un lugar remoto, un valle desértico sin fin donde Melquiades me dijo que sólo se escuchaba el silbido del viento. Allí estaban esos cowboys esperándoles con sus camionetas. Entonces los bajaron a todos del autobús y los separaron en dos grupos: mujeres y niños a un lado, hombres y jóvenes a otro. Al primer grupo, la policía les quitó todo el dinero que traían y sus teléfonos, y los devolvieron al autobús y les obligaron a marchar, dejando atrás a sus padres y hermanos mayores. Al grupo de hombres, entre los que estaba Melquiades, los cowboys les ataron las manos atrás, les taparon la cabeza con sacos, los subieron a las camionetas y se los llevaron lejos.
(Según datos de la Organización Internacional de las Migraciones, en 2023, 1.148 personas migrantes desaparecieron en las rutas migratorias americanas; el 7% eran niños, niñas o adolescentes).
Noto cómo una sombra asoma por la mirada de Hugo y Jimena mientras sigo narrándoles cómo Melquidades sufrió trabajos forzados en unas canteras, sin apenas comida ni atención médica.
—Les pegaron mucho, y otras cosas peores. Sí, Jimena, hay cosas peores que pegar... ¿Qué cómo escapó de allí? Pues aquellos cowboys se fueron corriendo de un día para otro. No recuerda muy bien qué pasó, él estaba muy débil, pero parece que otra gente mala fue a por ellos porque allí se pelean mucho entre los malos, y en medio de aquel lío de tiros y atacadas, él y otros Caminantes pudieron escapar. Después de eso fue que me lo encontré, caminando hacia el Norte, tan cansado de todo ya, muy triste. Hablaba poco y con mucho esfuerzo, como con vergüenza, muy en voz baja y muy mirando al suelo, como cuando te ha pasado algo malo en el colegio que no te ha gustado y no quieres decirlo porque piensas que los demás se van a reír de ti o te van a mirar mal…
—¿Pero papá por qué sigue caminando Melquiades?, ¿por qué no se queda ya a vivir en un sitio, no tiene sentido caminar para no llegar a ningún lugar? —pregunta Jimena queriendo encontrar un sentido a tanto drama.
No sé responder esa pregunta.
(Y me pregunto si ustedes, tal vez ustedes, que leen esta historia, tan del tiempo de nuestros abuelos y a la vez tan de ahora, saben de los porqués de las mujeres de allá que vinieron acá para cuidar a nuestros padres y madres, abuelos y abuelitas; me pregunto qué sabemos realmente acerca de los porqués de esos jóvenes africanos que atravesaron el Mediterráneo de aquella manera que ya saben que atraviesan el Mediterráneo quienes no dejan atrás razones para no atravesarlo a pesar de todo, esos jóvenes sin edad ni cansancio aparente, que recogen aguacates y chirimoyas en nuestras vegas por menos de seis euros la hora sin importarles, o haciendo como que no les importa o no saben, que sus jefes, algunos de sus jefes, —los viejos patrones de siempre— son quienes siembran el odio contra el extranjero en barras de bar y redes sociales y jalean la política del vódrio.
En este 2024, según un informe del colectivo Caminando Fronteras, 10.457 personas migrantes fallecieron intentando acceder a España, un 58% más que en 2023).
—¿Y papá cómo es el Norte? —pregunta Hugo con su tono de niño “fisólofo” —, ¿allí hay hienas, policía malos coyotes o cowboys?
—El Norte es mejor que el Sur en algunas cosas, le digo como queriendo yo mismo convencerme, pero en el Norte también hay gente muy mala que se aprovecha de los Caminantes. Y también hay un hombre, de esos que mandan mucho, que quieren expulsar a todos los Caminantes del Sur que lleguen al Norte.
Jimena estalla, se veía venir:
—¡No lo entiendo! —grita indignada, derramándose en lágrimas, mientras me mira exigiéndome una respuesta subversiva, a la que tan sólo puedo corresponder con un yo tampoco lo entiendo.
(A Jimena no le valen las respuestas abiertas, los no lo sé, los ya veremos, los da igual. Ella necesita respuestas cerradas e inmediatas con las que poder seguir dialogando, contradiciendo, cuestionando. La no respuesta no le deja espacio para esa cabeza siempre en movimiento. —Ahora que lo pienso, Jimena es un poco a veces como esos trabajadores humanitarios y esos reporteros de guerra que viven al límite, que lo dan todo en las fronteras, en los conflictos, porque no les basta un “las cosas son así, no podemos hacer nada”, porque no les vale el silencio, la indolencia, la resignación—.)
Jimena sigue preguntando, en tono de exigencia. Pregunta que algo tendremos que hacer, qué cómo podemos ayudar a Melquiades, a los Caminantes que aún caminan por las carreteras y caminos del Sur, a los Caminantes que ya llegaron al Norte.
Le devuelvo la pregunta:
—¿Qué se os ocurre a vosotros?
Jimena dispara toda una retaíla de acciones de justicia y reparación: meter en la cárcel a los malos, detener a los policías malos hienas coyotes cowboys y a todos los hijos de p…, (todas las palabrotas que se le ocurren queriendo estallar desde sus ojos), buscar a quienes se pierden en las junglas, ayudarles cuando lleguen al Norte con trabajos y casas, acabar con los malos del Sur y echarlos de allí y de todos sitios..
—A mi me gustaría caminar con Melquiades, para que no ande solito —responde Hugo más sosegado, pleno dominio de sus emociones.
Pero Jimena dice que ella no quiere caminar, que aparte de que le da mucho miedo, que eso es muy duro, y que caminar por caminar tampoco soluciona nada. Yo les digo entonces que caminar es de valientes, que sólo escuchando y acompañando a los Caminantes se puede ayudar mucho.
—Papá, corta el rollo, qué pesao —me recrimina Jimena queriendo cerrar con su mejor idea—: ¡que no haya Norte ni Sur, ya está, o que el Norte sea el Sur!
No es mala esa idea Jimena, has pensado como un viejo compinche de Melquiades, le digo con tono de colorín colorado mientras me quedo pensando en Galeano y en esa vieja proclama, tan revolucionaria, de que ojalá alguna vez, por un solo día, el Norte fuera el Sur, y todos sabríamos entonces, sabríamos más y sabríamos menos, sabríamos sobre todo los porqués de allá y las no-respuestas de acá, y aprenderíamos, tal vez, a caminar juntos en un mundo sin brújulas ni fronteras.